La máquina casi transparente (Dos tratados sobre Enrique Verástegui) de Reynaldo Jiménez/ Carlos Lloró (Ed.Nagauros, Chile,2019) por Julio Barco
La muerte de un poeta no solo causa curiosidad alrededor de su obra sino también nos brinca cierto poder de conocer la real dimensión de aquella obra. Muchos autores, al morir, simplemente desaparecen como tragados por un infinito agujero negro; sin embargo, otros, como el caso de Enrique Verástegui, no pasan inadvertidos. Es, en verdad, curioso observar cómo lentamente vienen dedicándose antologías de ensayos sobre su larga obra; y, curioso no solo porque dan nueva luz a los que venimos leyendo hace años sus poemarios sino porque hace ver a tantos detractores lo errados de su mirada sobre la obra del autor de Splendor.
Es Enrique Verástegui uno de nuestros clásicos y yo considero que de haber nacido en EEUU de América, y, con el mismo talento, de seguro le daban el Nobel, sin embargo, nació en el Perú, la tierra de las infinitas posibilidades que terminan en unos poquísimos y casi nunca en los bolsillos de los poetas de pura cepa.
¿Por qué clásico? Porque logra un cuerpo gramatical en una época de rupturas, un cuerpo que logra vasos comunicantes con diferentes obras y visiones del mundo, abriendo un nuevo método y praxis. ¿Por qué de pura cepa? Porque su entrega fue absoluta, sin tibiezas, sin mezquindad, sin apartarse de la música de su rabioso teclado. Punto.
Habrá que considerar la aventura intelectual y espiritual de este autor como una de las más alucinantes de las últimas décadas, pues, aquí donde predomina el paroxismo de la violencia cotidiana contra todo intento real de hacer escritura y/o arte floreció el universo verásteguiano.
Insisto en este punto, pues, para muchos contemporáneos Verástegui solo fue el autor de un libro juvenil que remeció las letras de 1970 en adelante (libro que, por cierto, tanto críticos como J. Oviedo o poetas como el mexicano José Emilio Pacheco celebraron) y que tenía postura de loco o salido de la realidad cuando, en esencia, era uno de los más críticos autores de los discursos que actualmente vivimos y que expanden las luchas sociales del siglo anterior.
Para los autores de La máquina casi transparente, (y ya desde el mismo prólogo que titulan “Introito” y subtitulan “No apagues tu mente”[i]) este punto no será impedimento para oscurecer la imagen de Verástegui. El poeta Reynaldo Jiménez lo menciona del siguiente modo
Pese a las esporádicas brutalidades de algún dizque periodismo, veces en que se pretendió instalar mediáticamente la imagen del poeta en la categoría discutiblemente chistosa del excéntrico, del sabio chiflado, cuando no del linyera cultural(pág.11)
¿Y acaso no fue el mismo destino de Nicole Tesla? ¿Sabían ustedes que aquel genio croata pasó los últimos años de su vida alientando palomitas en plazas mientras sus enemigos vivían de muchos de sus aportes? Lúcidamente, alguien dirá que, como Verástegui, fue genial que se condujera por la vida bajo la fuerza de un ideal; no olvidemos que los ideales alzan el vuelo mental interno, y, por otro lado,
te aleja de tu cuna culeca
te filma tu paisaje de Herodes
y la brisa remece tus sueños
Pero también la agudeza de saber que brisa es…
–la brisa helada de un ventilador.
Porque una lengua hablará por tu lengua.
y otra mano guiará a tu mano
si te quedas en mi país.
La cuna culeca: la infancia jodida, la jodida infancia del poeta. Este punto de evidente cuestionamiento sobre la figura del poeta en la sociedad nos permite observar la mentalidad cotidiana que domina estos lares, donde, como decimos, no se premia el talento sino la figura que más se adapte al modelo. En ese sentido, ¿Cuántos premios de valor recibió Verástegui? ¿Por qué un autor de tanta calidad no pudo vivir su obra? ¿Qué pasó con las editoriales nacionales y su apuesta por dar a conocer los trabajos más importantes a nivel nacional? Frente a ese maremágnum de cuestiones el trabajo de Lloró y Jiménez es revelador; nos muestra los beneficios de estudiar la obra verásteguiana, por su compleja fecundidad.
Más adelante, el poeta Jiménez hace un contrapunto entre Ojeda y Verástegui, dos poetas esenciales dentro de la comprensión de la poesía peruana, sabemos que Ojeda es el autor del libro Arte de Navegar, premio mención honrosa de poesía Joven del Perú de 1965. Nos dice:
La conciencia de lo gigantesco y quizá inabarcable de la empresa, siempre en los albores y en su magmático recomenzar, no impide, vía la entonación, que Splendor actúe en cada aspecto de su lectura, en tanto campo energético suscitativo, reavivando en reverbero y avisando del padecido escamoteo cultural cuando no secuestro criminal de nuestra desnudez.
Tanto la idea de “albor” como de “magma” nos dan una idea de lo agitado del proyecto poético de Verástegui, donde se juntan pasión como un impetuoso río de símbolos ardiendo en el piano del ángel de la revelación de las rosas; para matizar esta concepción de nervio ígneo verástegueano, Jiménez descarga sobre nosotros otra cita estratégicamente dispuesta, donde Verástegui comenta la poesía de Ojeda,
la poesía es “un método” (no una didáctica) de la penetración/exploración del individuo, de su posición ante la historia, y sobre todo: del individuo que —en la historia— se observa a sí mismo.
Es obvio que el fuego de Verástegui, esa mente despierta, ese estar “observándose a sí mismo”, es un derivado del propio proceso mental de crear poesía y acercarse a su propia subjetividad. Habría que tener cuidado en usar un lenguaje de mente limitante y prejuiciosa. Es decir, no toda mente que se ahonda en sí misma es necesariamente egoísta; o, en su defecto, no todo mirarse a sí mismo es ego e individualismo. Sí, al contrario, consideramos que el imperativo que mueve los nervios de pensamiento occidental de siempre es la categoría de conocerse a sí mismo como dogma o método interno se llega, entonces, a una misma precisión con la propuesta verásteguiana de proponer la poesía como “la historia (…) de individuo que —en la historia—se observa a sí mismo. Y hablando de fuego, ¿acaso ya no dijo Vargas Llosa que la literatura es fuego? Sí, y, en ese meollo del asunto, la poética del autor de Splendor tiene sus lineamientos muy enfatizados. Sin embargo, la cita continua y el tema Ojeda da para mucho deshilvanar,
Lo que en verdad sucede es que la escritura, al asumirse, lo hace en un espacio especial que requiere de un replanteamiento gnoseológico: algo que no se sitúa fuera de la historia (fuera del tiempo) sino que (radicalmente) niega el concepto de “historia”, como quería Marcuse: el arte es un ser “intemporal”
Así, comprendemos a Ojeda en la lupa de Verástegui, como a Verástegui en la lupa de Jiménez, y descargamos después con el voltaje de un detritus con ejes que coinciden,
1.El poder del lenguaje como plataforma de abrir un agudo desarrollo del uno mismo, o de uno mismo.
2.Acercarse directamente a aquella vida que encierra el lenguaje, aquel espejo que impone la literatura frente a las palabras y la realidad.
3.En la Literatura, como cierta rara cierta, el lenguaje no busca solo ser preciso ni acercarse a la parábola de la simetría sino ver aquel movimiento, situarnos en el propio fluir.
Estas aseveraciones nos acercamos a los planteamientos que establecen a dúo Jimenez y como Carlos Lloró: dos teoremas disímiles para intentar entender, en el mismo acto, la destreza lírica de Verástegui. Lo cierto es que Verástegui relampaguea en el acto creativo por excelencia, como un niño dotado de capacidad, digamos un Mozart, puede hacer poesía sorteando el flujo de todos los géneros y entendimientos de la inteligencia; una inteligencia, en el caso de Verástegui, donde lo culto y popular se fusionan para dar paso a un torrencial de todas las sangres, lo que nos encamina a la “olla criolla” del barroco cubano de la primera mitad del siglo xx. No es casualidad que el poema Encuentro con Lezama sea parte de justamente su primer poemario y que en dicho poema se converse sobre el encuentro de la vieja guardia con la nueva guardia. Y a lo que voy, Verástegui es clásico porque nos abre una nueva vanguardia, una nueva “guardia” donde los viejos lenguajes revientan y se transforman dado que materia se transforma, la influencia de una poesía en otra consiguen el mismo crisol de ríos que converguen y fluyen, ríos que se bifurcan y se desarrollan. En la voz de Verástegui sentimos a Vallejo como a Darío, como los pentagramas de la poesía de la dinastía Tang o el pensamiento de lenguaje establecido en las primeras discusiones de las escuelas rusas, donde el pensamiento del poema era parte de su propio entendimiento, lo que devendría en escuelas como el Formalismo Ruso donde la fuente del trabajo era el preclaro conocimiento del signo y sus posibilidades.
Una mente despierta, sugieren los poetas de La máquina casi transparente que nos permite gozar de una nueva mirada al autor de El saber de las rosas. Es decir, el fuego perpetuo de la palabra en la música de la propia conciencia humana vibrando en el coro de sentidos de la realidad. Entender este “mecanismo” es analizar la máquina, es decir, el engranaje detrás de los poemarios de Verástegui. Poema como máquina, ciencia, entendimiento; palabra como fuego.
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[i] Poderoso rótulo: mantener la mente despierta, asunto que, en la obra verásteguiana es un sello de agua que permite conmovernos con la caligrafía mental de su verso enhebrado en un cierto ritmo músico-mental jazzístico, en otro lado de libro (página 33) el poeta R. Jiménez expresa,
Verástegui parece haberse disciplinado, desde muy joven, en pos de una aportación intelectiva capaz de no abandonar las consistencias de por sí altamente expresivas del lenguaje alumbrado por la conciencia, captada en segundo estrato en tanto voluntad de conciencia, anhelo de integridad que sería el deseo de fusión, y la urgencia de integración de aquellas partes secuestradas o aspectos obturados por las variopintas razones de estado.
La idea de mantener la mente despierta vuelve en este fragmento al expresar “lenguaje alumbrado por la conciencia”, es decir, una suerte de antidescartes donde primero poetizamos y luego existimos, ¿será que, a grandes rasgos, la poesía es en realidad una forma de existir? Este detalle, sin dubitación, me conduce a este fragmento de un ensayo genial dedicado a César Vallejo donde Enrique Verástegui vuelve al punto,
Vallejo construyó: el signo de una bisagra que abre y cierra la puerta mientras la retórica modernista queda atrás y, a partir de allí, la expresión habrá de ceñirse a la forma de un infinito que no es más que un inconmensurable despliegue.
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